Ser madre no es fácil. Ya se trate de una mamá humana, o de una mamá de chimpancé o gorrión, en general la maternidad es una tarea que requiere una fuerte inversión de energía. En los animales más cuidadosos, además, requiere ingentes cantidades de tiempo y de esfuerzo. Los machos ayudan en muchos casos, pero en general es la madre la que se esfuerza más en sacar adelante a las crías: ella es la que acarrea a los pequeños en su interior, la que tiene que producir y poner los huevos o la que enseña a las crías a desenvolverse al principio de su vida.
En definitiva, ellas parecen ser la clave que la naturaleza ha elegido, no siempre con la ayuda de los machos, para conseguir que los hijos salieran adelante. Por ello, «ser madre» no es una tarea que los animales afronten de forma negligente; más bien al contrario, en muchos casos es un comportamiento instintivo y automático, extremadamente refinado, gracias a la experiencia acumulada a lo largo de millones de años, y cuya finalidad es asegurar la supervivencia de los descendientes, a veces incluso poniendo en riesgo la propia vida.
El ser humano no está libre de estos instintos, pero enseguida aparece el matiz de la cultura, el conjunto de conocimientos que se transmiten de generación en generación: «Los humanos tenemos un instinto maternal muy parecido al de otros animales; tiene los mismos fines y se regula de la misma forma», explica Ángela Loeches, etóloga y zoóloga de la Universidad Autónoma de Madrid. «Pero los humanos estamos inmersos en una sociedad cultural, y eso tiene mucho peso, aunque no está claro cuánto», matiza.
Al margen de los matices socioculturales, durante el embarazo y sobre todo a partir del nacimiento, los instintos transforman a la madre. El olor del bebé, el tacto de su pequeña mano y, sobre todo, la visión de su cara, son capaces de actuar como detonantes que activan una potente cascada de reacciones cerebrales. Investigadores como Glocker sostienen que entonces se activan circuitos de recompensa, aquellos que producen placer, y que se liberan importantes cantidades de la hormona oxitocina, una sustancia que se libera cuando el bebé está mamando y que funciona como un ansiolítico natural capaz de mantener a raya el miedo y el estrés.
Y no solo eso. Desde los primeros días de vida del pequeño, esta hormona está formando un importante lazo de afecto entre niños y madres, tal como sostienen Ross y Young. En este sentido, otros investigadores han demostrado que se puede inhibir el comportamiento maternal en roedores solo suministrando antagonistas de la oxitocina.
El cerebro materno
Sea como sea, el instinto maternal transforma el cerebro. Estudios realizados por Swain y Lorberbaum, entre otros, demuestran que las madres son capaces de reconocer los llantos de sus hijos, y que, cuando eso ocurre, se activan zonas del cerebro asociadas con el comportamiento maternal. Gracias a él, la madre se enfoca por completo en el bebé: aumenta su capacidad para reconocer las señales del pequeño, comienza a buscar el contacto visual, a expresar afecto y a reflejar los gestos del niño. Incluso, la madre llega a cambiar su voz para dirigirse a su hijo.
Estas transformaciones son claves en el desarrollo de la «sensibilidad maternal», una habilidad definida por la investigadora Mary Ainsworth como la capacidad de la madre para atender y responder a las necesidades de su hijo. Otros investigadores han destacado la importancia de este vínculo materno en la organización de los sistemas emocionales, sociales y cognitivos del bebé, y han subrayado su papel como primera experiencia social de los pequeños. De hecho, investigadores como John Bowlby asociaron la calidad del vínculo maternal con la delincuencia juvenil, postulando que los humanos tienen una necesidad universal de formar lazos cercanos y basados en el afecto.
¿Y dónde quedan los padres? Para ser justos, lo cierto es que la mayoría de las investigaciones se han centrado en el vínculo maternal. Pero estudios más recientes destacan que el apego paternal también surge, pero de forma más gradual, mientras que otros subrayan el importante papel de los padres en el desarrollo emocional, cognitivo y social del hijo, en especial por ser una fuente de estímulos para el pequeño.
El secreto está en los óvulos
En este sentido, se podría decir que, aunque la sociedad luche por la igualdad, la biología tiene sus propias reglas y que genera cierta asimetría entre padres y madres: «Los cerebros de machos y hembras son diferentes, y generan en ambos un comportamiento distinto», subraya Ángela Loches. De hecho, esto se traduce en el mundo animal en el que la hembra es la que generalmente se involucra más para cuidar a los hijos.
Una posible explicación a este fenómeno puede encontrarse en los gametos, los óvulos y los espermatozoides. Desde el momento en que nació la reproducción sexual, y después la primera madre, hace mil millones de años, las hembras se han especializado en producir grandes células en un número muy escaso (las mujeres liberan un óvulo cada mes), cuya finalidad es alimentar al embrión. Por su parte, los machos producen cantidades «infinitas» de pequeñas y baratas células cuya finalidad es «cazar» a los gametos femeninos.
Esta diferente inversión inicial es la posible causa de que cada sexo adopte un rol distinto en la reproducción, como puede ser que la hembra dedique más esfuerzos a cuidar de la descendencia y que sea más selectiva a la hora de elegir pareja, mientras que el macho adopta un comportamiento más territorial o desarrolla ornamentos para atraer a las hembras, tal como explica Enrique Turiégano, biólogo de la Universidad Autónoma de Madrid, que estudia la evolución en relación con la selección sexual: «Aún con una cierta probabilidad de error, un biólogo puede saber, por el tamaño de los gametos, si un individuo a lo largo de su vida dedicará más o menos tiempo a cuidar a su descendencia», resume.
Esta diferencia inicial tuvo impacto en casi todos los animales y marcó cuál sería su comportamiento hacia las crías. Si los machos eran más negligentes, las hembras eran más cuidadosas. Pero la relación coste-beneficio influyó en más aspectos del cuidado parental. En aquellos casos en que el ambiente es tan peligroso que los progenitores no pueden hacer mucho, los animales apuestan por producir mucha descendencia y no darles ningún cuidado. En otros casos, la única salida es protegerla, y para ello, como ocurre a veces en primates y aves, el macho cumple un papel fundamental, proporcionando comida, protegiendo el territorio o construyendo el nido. Lo cierto es que la variedad de estrategias es tanta como especies existen.
Humanos y animales
Pero quizás humanos y animales tienen más en común de lo que parece a simple vista. La bióloga Lucía Gandarillas, cuidadora de gorilas en el Parque de la Naturaleza de Cabárceno, así lo sugiere:«Las gorilas tienen un instinto maternal muy desarrollado. Son muy protectoras y cuidadosas y se dedican todo el tiempo al bebé, tanto que a veces dejan de comer». Pero en ellos, como pasa en humanos, el instinto no lo es todo. Sin el apoyo de la familia, aquellas mamás primerizas que no se han criado con su madre, no saben cuidar a su bebé. «Aprenden a ser madres porque han sido hijas», concluye Lucía.
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