Nuestra obsesión por los mejores ejemplares adultos pone en jaque todos los ecosistemas
Cazar está en lo más profundo de nuestros genes. Y ninguna otra especie sobre el planeta es tan eficaz como nosotros. Tanto que hemos tenido que diseñar modelos de explotación sostenible basados en el equilibrio entre la capacidad de regeneración de nuestras presas y el rendimiento que buscamos en ellas. Pero ahora un estudio de la Universidad de Victoria (Canadá) publicado en «Science» sugiere que estamos obviando una parte fundamental para la preservación de los ecosistemas: nuestro peculiar y exclusivo comportamiento como depredador.
Si en los 80, el implacable «Predator» alienígena de John McTiernan nos cortó el aliento en el cine con su brutal cacería de comandos en las profundas selvas de Guatemala, mejor no mirarnos al espejo. Porque nosotros somos infinitamente más mortíferos que aquella criatura que disfrutaba despellejando uno a uno a los hombres del atónito Arnold Schwarzenegger.
En su trabajo, el profesor Chris T. Darimont –también director científico de la Fundación Raincoast Conservation– ha comparado las características de la depredación humana con las de 2.125 especies de entornos marinos y terrestres. Y su conclusión es que «como superpredador de la Naturaleza, el ser humano es insostenible». Los datos manejados por su equipo muestran que cazamos adultos de otras especies en una proporción 14 veces superior al total de los depredadores situados por debajo de nosotros en la cadena trófica. Además, mientras que los grandes carnívoros buscan principalmente ejemplares juveniles o crías, Darimont indica que los humanos abatimos presas adultas «en tasas excepcionalmente altas».
Alto riesgo de extinción
Fernando Hiraldo, investigador de la Estación Biológica de Doñana del CSIC, explica que «los grandes depredadores no están preparados para soportar tasas altas de predación. Conejos o perdices incrementan el número de crías. Pero esta respuesta no se da en leones, tigres, linces o tiburones porque su evolución no los ha preparado para ello». Esta opinión es compartida por el investigador de la Universidad Nacional del Comahue Sergio Lambertucci. «La caza de grandes águilas adultas o carroñeros como el quebrantahuesos o el cóndor adino, con muy bajas tasas de reproducción, tiene un impacto muy grave en la supervivencia de estas especies», añade Lambertucci.
Según describe Darimont en su investigación, «la preferencia humana por ejemplares de gran tamaño ha alterado la selección natural de muchos vertebrados. Lo que no solo puede modificar su morfología sino también su potencial reproductivo e interacciones dentro las redes de la cadena alimenticia».
Estas redes son imposibles de modelar y predecir. Y por ello Hiraldo lanza una inquietante reflexión. «¿Se verán afectados las poblaciones de mosquitos u otros vectores de enfermedades con la desaparición del león? Puede parecer descabellado, pero no lo es. Llega un momento en el que la siguiente pequeña pieza que se cae es la que para la máquina. El lince ha desaparecido de muchos sitios y no ha pasado nada. Es verdad, pero ¿que ocurrirá en dos o tres generaciones?», concluye.
Sin oportunidades
Otra de las características que Darimont destaca es que «nuestra evolución tecnológica como depredadores ha sido mucho más rápida que la capacidad de defensa del resto de animales». Cazamos a distancia, sin exponernos a ser heridos; nos desplazamos en vehículos, minimizando nuestro desgaste energético; y usamos otros animales para rastrear y acorralar. Contra eso, nada pueden hacer incluso los mejores ejemplares de cada especie.
Ante esto, el investigador canadiense propone una solución. «La clave de una nueva definición de explotación sostenible no debería centrarse tanto en tasas de rendimiento como en emular el comportamiento de los otros depredadores animales, que son los que representan los modelos de sostenibilidad a largo plazo». Dicho de otra manera, si queremos conservar a los grandes depredadores, debemos ser más animales y menos hombres.
Se benefician los más oportunistas
Los grandes beneficiarios de la presión que ejerce el ser humano sobre los grandes carnívoros son los mesopredadores, los depredadores intermedios como zorros, coyotes, meloncillos y otras especies que pueden llegar a ser muy dañinas para el ecosistema cuando no hay control natural sobre ellas. Estos mesopredadores, que son oportunistas por naturaleza, tienen unas tasas de reproducción mucho más altas que los grandes carnívoros. Cuando osos, lobos o pumas desaparecen, las poblaciones de los mesopredadores se incrementan a gran velocidad y comienzan a ocasionar graves daños sobre los rebaños ganaderos. Revertir la situación cuesta mucho dinero y mucho esfuerzo a las Administraciones. Y no siempre se consigue.
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